Por la emisora acababan de recibir el aviso de que se acercasen a la Avda. Rosales a la puerta del colegio público. Satur y su compañero Pedro iban ligeramente retrasados con las notificaciones que estaban entregando, pero este servicio no iba a demorarles demasiado, una vez terminada la entrada de los niños en el cole se acabaría el caos circulatorio y ello volverían a lo que estaban.
Por Maite Cañamares
La entrada al CEIP Los Rosales (Madrid) se convertía en un punto caliente cada mañana, de lunes a viernes. Una vez llena de coches estacionados toda la rotonda colindante a la puerta de acceso de los pequeños, los papás empezaban a aparcar sus vehículos haciendo fila en la propia avenida, en una calzada sin anchura suficiente para descruzarse dos vehículos de gran tamaño sin tomar precauciones. En cuanto intentaba pasar el autobús de la EMT ya era suficiente para que estuviese el lío montado. Al no poder acceder a la parada colindante al colegio, por los coches mal estacionados de los papás, tenía que detenerse en medio de la avenida cortando irremediablemente el paso a los que circulaban por detrás de él. Y si, para más inri, al abrirse el semáforo para los coches que desde la perpendicular acceden a la avenida por la rotonda, éstos –en lugar de esperar a que el autobús siguiese ruta–, se incorporaban aún a costa de quedarse en medio, la circulación quedaba cortada en los dos sentidos en un acceso, ya de por sí congestionado, en horas punta.
Y el lío de esa mañana parecía más “gordo” de lo habitual. Satur y Pedro lo vieron de lejos, la caravana de coches parados superaba con creces lo habitual. Como el carril de dirección contraria estaba libre hasta la entrada del colegio, encendieron rotativos y a una velocidad prudente avanzaron por él. Hasta que…
Ese golpe fuerte, seco y metálico nos hizo girarnos a todos los papás y mamás que, por la acera, nos dirigíamos andando y charlando animadamente con nuestros pequeños hacia el cole. A algunos aún nos dio tiempo de ver como el carro de la mochila de ruedas caía después de haber volado por los aires. En el niño que estaba tendido en el suelo, reparamos después.
Sin pensarlo, porque en situaciones como éstas te pones en acción sin que al cerebro le haya dado tiempo a “digerir” lo que está pasando, dejé a Lucía a cargo de un papá y salí corriendo hacia el pequeño. Satur, de rodillas junto a su cabecita, era la pura estampa de la desolación. El niño estaba consciente y, en apariencia bien, incluso hacía por levantarse, solo Satur se lo impedía sujetándole por el hombro, lo que asustaba aún más si cabe al pequeño, incapaz de entender qué hacía ese policía municipal que acaba de atropellarle. Pedro, que hasta entonces había estado hablando por la emisora, se hizo cargo de la situación y tras comprobar que el niño respondía a sus preguntas y estaba bien aparentemente, le dejó incorporarse y permanecer sentado a la espera de que llegara Emergencias. A mí no me dijo nada, yo no le dije nada a él, pero saltaba a la vista que Satur era el que peor se encontraba, en un estado de ansiedad que aún me asusta recordar. Fue en ese instante en el que con mucho cariño Pedro consiguió incorporar a su compañero e intentar llevarle hacia el coche patrulla, cuando ambos reparamos en la niña que, llorando desconsoladamente, estaba apoyada en el propio coche de la policía. Era la vecina del niño, que iba con él al colegio, pero que al caminar dos o tres pasos por detrás de su amiguito, había sido testigo sin que el vehículo la hubiese rozado.
Para mí, aquí termina la escena de un atropello a un compañero del cole de mi hija –por suerte, el coche a la que atropelló realmente fue a la mochila con ruedas y el niño cayó al suelo consecuencia de llevarla arrastrando, con lo cual el pequeño solo se contusionó un muslo, fruto de la propia caída; al policía supongo que le aliviaría saber que el niño no tenía nada, aunque en esos instantes estaba realmente tocado–. Sin embargo, empieza otra historia sobre la que os invito a reflexionar.
La Policía Municipal me pidió que acompañase a la niña al colegio e informase de lo que había pasado hasta que pudiese personarse algún agente en el colegio. Y eso hice. El revuelo que se había formado ya a la puerta de entrada era de órdago. ¡Madre mía, la misma policía había atropellado a un niño! ¡Madre mía, es que los niños cruzan sin mirar! ¡Madre mía, es que como se puede ser tan irresponsable de dejar ir a los niños solos! Madre mía, madre mía, madre mía…
Pero a nadie se le ocurrió un madre mía sobre lo que representa cada mañana la entrada al colegio. Efectivamente, el hecho es que los niños habían cruzado de forma irresponsable aprovechando que los vehículos estaban parados –¿no lo has hecho tú nunca?– y no esperaban que en ese instante pasase la policía.
Sin embargo, deberíamos ir un poco más allá y preguntarnos: ¿qué iba a hacer la Policía Municipal allí? ¿Por qué había un “tapón”? Quizás podíamos hacer una reflexión más ética y social de que todos somos un poco responsables, evidentemente en distinto grado, de que estas cosas sucedan tan habitualmente, si no en un colegio, en otro. Los menores de 14 años, junto con las personas mayores, son el colectivo que más atropellos sufre en zonas urbanas y la mayoría de éstos, se producen en el entorno escolar. Los pequeños aprenden en el cole por dónde cruzar y cómo, los padres nos preocupamos aparentemente mucho de su seguridad, pero todo ello mientras hacemos la vista gorda a las dobles filas y los coches mal estacionados que día a día dificultan la entrada de los niños al cole. Por no hablar ya de los hermanitos pequeños que dejamos solitos en el coche, ¡literalmente, cada día estamos más locos!
Estos malos hábitos están tan normalizados socialmente, que somos incapaces de comprender que son el verdadero origen de la mayoría de los atropellos. Y eso sin contar ya con el mal ejemplo que damos a nuestros hijos. Porque cuando no respetamos y dejamos el coche donde no se puede, estamos trasmitiéndoles: uno, que las normas no están para cumplirlas (no te quejes si cuando tenga 14 se rebela ante las tuyas); y dos –por terminar, que podía seguir–, que nuestra libertad es infinita y los derechos de los demás no cuentan (eso es libertinaje y un concepto tan individualista de la vida, que nada de valores y convivencia enseña). Para colmo de males nos molesta la Policía Municipal a la puerta del cole y nos atrevemos a decir que “en vez de estar aquí, se vayan a hacer su trabajo”. Por mi parte, ojalá les dejaran hacer su trabajo porque, con multas, se solucionaba esto. Eso sí, ¡vaya ejemplo también para nuestros niños!
“La pregunta ¿qué va ser de nuestros hijos? debería acompañarse de otras más vertiginosas: ¿Qué clases de hijos estamos formando? ¿Pero qué clase de gente somos?”, Luis García Montero.
Nota del autor:
Lo que se narra es un hecho real ocurrido hace apenas un par de cursos. La única recreación es el nombre de los dos agentes de la Policía Municipal. ¡Las circunstancias no estaban para presentaciones! No he querido abrir este artículo con una imagen real para que ningún papá, al reconocer su coche, se sienta herido. Por eso se ha escogido la portada de la guía de la DGT: “Camino escolar paso a paso”. Ni se juzga, ni se señala a nadie, de lo que se trata es de hacer una reflexión conjunta. Porque unos por acción y otros, por omisión, el resumen es que todos fallamos.
Igualmente este es un homenaje a todos los policías locales que, día a día y maravillosamente, hacen bien su trabajo, y en especial, a todos los tocados por el #VirusVial.